Grande y esplendorosa
O la que cierra cuando voy a visitarla, se podría llamar.
Porque parece que sólo ha querido enseñarme a mí su belleza. Un poco egoísta, esta mezquita.
Me explico: la primera vez que visité Estambul, me echó el señuelo, me dejó entrar, me permitió disfrutar de su elegancia y armonía, descansar sentado en sus alfombras mientras discutía en ese momento, y sin Google en mi móvil, si sería más o menos antigua que la mezquita de Córdoba a la que tanto me recordaban sus arcos, mientras fijaba la vista en sus paredes para intentar averiguar el origen de su luz.
Pero luego se cerró en banda. No permitió que se la mostrara a mis amigos, que compartiera con ellos su secreta elegancia. Primero se embelleció con una restauración que duró cuatro años, y luego se obstinó en establecer sus horas de rezo cada vez que yo iba a romper nuestro idilio llevando a extraños.